DE NAUFRAGIOS Y AMORES LOCOS - страница 12




A la Habana llegué una noche lluviosa dos días antes de que comenzara el Onceno Festival de la Juventud y los Estudiantes. La Colmillo Blanco en que viajé era la mar de cómoda, pero apenas si pude disfrutar en el trayecto de las bellezas del paisaje, para mí casi desconocido, pues el chofer, un aprendiz de esquimal, tenía el aire acondicionado a todo meter y me temblaba hasta la quijada de arriba. El shock hipotérmico debe haber sido el culpable de mi maltrecha estampa cuando descendí del ómnibus, tal sería mi facha que enseguida un policía me pidió identificarme. Trabajo me costó convencerlo de que yo era un delegado de la Universidad Central al que se había ido la guagua que transportó a los participantes del evento.


Libre de él, pero con la preocupación renovada por mi seguridad, pues este hecho me venía a confirmar que la policía, en estos días especialmente, iba a estar más activa que de costumbre y por tanto debía cuidarme de no ser sorprendido en mis proyectos de plagio. Crucé la Avenida Boyeros y deambulé entre los kioscos, vacíos a causa del mal tiempo, de la Feria de la Juventud. Una malta y un par de panes con croquetas calmaron mi apetito ¿Adónde ir? La idea que traía era acercarme a la Escuela Vocacional Lenin, que sería una de las Villas de alojamiento de los visitantes al evento, pero realmente no sabía dónde esta se encontraba, ni cómo llegar hasta allí, de contra la lluvia continuaba y volví a tiritar. La CUJAE era la otra opción y una más remota, por la lejanía era pernoctar en casa de mi tío Alfredo, el padre del huérfano, que vivía en Bauta. De esa última idea desistí de inmediato.


Esta era apenas mi segunda visita a la Habana, la anterior había sido como diez años antes, así que poco práctico como estaba para deambular sin dirección, decidí pasar la noche en los bancos de la Lista de Espera de la Terminal de Ómnibus. Me encontré allí un hervidero de gente tirada en el piso sobre cartones y ni un huequito siquiera en un banco donde reposar mi huesos. Me entraron unas ganas tremendas de regresar a casa, a mi camita tibia, hacía más de un mes que no sabía nada de mi madre, abuela, hermano y primo. Las defensas comenzaron a ceder ante la tentadora idea del regreso y la obtención del perdón familiar y ya casi estaba decidido a apuntarme en la Lista de Espera para volver a Santa Clara cuando tres jóvenes amulatados se me acercaron.


En seguida me puse alerta, pues tenía conocimiento de los maleantes y embaucadores habaneros que merodeaban por las terminales y timaban a los pasajeros que veían con cara de guajiros, pero no, era mi salvación lo que el Destino ponía en mis manos. Por lo que pude entender con mi famélico inglés, supe que eran egipcios y que andaban extraviados, habían llegado el día anterior para el Festival y ansiosos por conocer la ciudad y su gente salieron a dar una vuelta, se empataron con unas muchachas habaneras que los engatusaron y robaron los dólares que traían. De pronto me alumbré y les pregunté por los pasaportes, por suerte los conservaban consigo, para no llamar mucho la atención de posibles curiosos bajamos al piso inferior donde era menor la multitud y les hice creer que yo era un estudiante nicaragüense también delegado al Festival y prometí ayudarlos. Un rápido cálculo de mis finanzas me demostró que bien valía la pena gastarme diez pesos y alquilarles un taxi que los llevara hasta su albergue. Insistieron para que los acompañara pues temían el regaño del jefe de su delegación, pero con el pretexto de que estaba allí esperando por unos compañeros míos que pronto arribarían me los quité de encima. Después de media hora tratando de capturar un Chevy, logré que uno los llevara. En la despedida, con fuertes abrazos incluidos, me las arreglé para extraer los papeles del bolsillo de uno de ellos.