Nueve signos de que eres el elegido - страница 14



Cada mañana, Masha seguía la misma rutina. Se levantaba antes que su esposo, tratando de no despertarlo, y se dirigía a la cocina para preparar el desayuno: una tortilla con verduras, sándwiches y una taza de café fuerte. Andréi era un hombre de hábitos; su desayuno debía estar servido puntualmente a las siete de la mañana. Si algo no salía como debía, si Masha llegaba a tardarse unos minutos, él se irritaba. Para él, el día empezaba con control, y parecía que la vida de Masha giraba en torno a su comodidad.

Después del desayuno, Masha se dedicaba a las tareas del hogar: barrer, fregar los suelos, asegurarse de que todo estuviera en su lugar. A veces, tenía unos minutos para mirarse en el espejo: una mujer agotada, algo cansada, con una mirada que había perdido su brillo. Su vida parecía estar planeada minuto a minuto, y en ese ritmo no había espacio para sus propios sueños, para sus deseos de escribir.

Después de desayunar, Masha se dirigía a su trabajo en una pequeña oficina, desempeñándose como asistente de contabilidad en una empresa modesta. El trabajo era monótono: papeles, informes, números. Nada de esto se acercaba a lo que realmente deseaba hacer con su vida. De niña, Masha soñaba con ser escritora, con contar historias que pudieran inspirar a otros. Sin embargo, esos sueños parecían haberse perdido en la niebla de la rutina diaria.

Con frecuencia, Masha se encontraba pensando que algo no iba bien en su vida, pero trataba de no darle demasiadas vueltas. “¿Quién me necesita?” se preguntaba. “Tuve suerte de conocer a un hombre como Andréi. No todas las mujeres encuentran a un buen marido. Debo aferrarme a él y hacer todo lo posible para complacerlo. ¿Qué haré si me deja? ¿A quién le importaría yo entonces?”

No tenían hijos, y eso también era motivo de inquietud para Masha. Ella siempre había querido ser madre, pero Andréi tenía una visión diferente. Para él, la vida sin hijos era más cómoda y menos complicada. En un momento dado, le dejó claro su postura:

– ¿Para qué necesitamos un hijo, Masha? Estamos bien así. Además, me gusta que seas solo mía. No quiero compartirte con nadie, ni siquiera con un hijo nuestro.

Estas palabras perforaron su alma, dejando una cicatriz profunda. Masha se sintió devastada, pero, como de costumbre, no dijo nada. Había aprendido a reprimir sus propios deseos en aras de mantener la paz en el hogar, aunque algo dentro de ella comenzaba a romperse. Andréi, con su naturaleza dominante, nunca la había maltratado físicamente, pero Masha sentía su poder en cada aspecto de su relación: en sus exigencias, en su necesidad de controlar cada detalle de sus vidas.

Por las tardes, cuando Andréi llegaba a casa, esperaba que la cena ya estuviera lista. Si algo no salía como él esperaba, su descontento se hacía evidente:

– Masha, ¿qué has estado haciendo todo el día? Yo trabajo de sol a sol y ni siquiera has tenido tiempo de preparar la cena.

– Lo intenté, pero no me dio tiempo, tenía muchas cosas por hacer… – trataba de justificarse ella, aunque sentía dentro de sí una resistencia creciente.

– ¿Qué cosas? Solo te pasas el día en la oficina moviendo papeles. No es tan difícil. Yo soy el que de verdad se desloma trabajando. Tú deberías apoyarme, no añadirme más estrés.

Estas conversaciones se repetían cada vez con más frecuencia. Andréi no entendía que Masha era profundamente infeliz. Él estaba satisfecho con su vida, pensaba que todo iba como debía ir, y no prestaba atención a lo que ocurría dentro de su esposa. Mientras tanto, Masha seguía viviendo, como si fuera por inercia, atrapada en una rutina de la que no podía salir. Su vida se sentía como un sueño en el que cumplía con sus responsabilidades, pero sin sentirse verdaderamente viva.