DE NAUFRAGIOS Y AMORES LOCOS - страница 6




Después de terminadas las clases, en un banco oculto de miradas indiscretas despachamos la botella de Viña 95 y le conté con detalle de mis andanzas. Él, tan alocado o más que yo, lejos de recriminarme me dio nuevas ideas de qué debía hacer. Por lo pronto me dijo que me afeitara y cambiara de peinado para no llamar tanto la atención con la estampa silviesca. Me opuse persistente pues tenía la mira puesta en el Festival, donde pensaba aprovechar la imagen usurpada y sacarle buen provecho. En fin tranzamos en que iba a recortarme un poco el chivo y alborotar mis cabellos, cosa que no sería difícil dada su naturaleza ondulada.


Me pidió prestados treinta pesos para invitar a cenar a la profe esa noche y me repitió que de ninguna manera fuera a pensar que con ello me estaba cobrando el alquiler del hospedaje. Me dejó además la tarjeta del comedor universitario para que la utilizara en el desayuno y la comida y me presentó a varios de sus amigos, que pronto lo fueron míos también, pues escasamente les llevaba tres o cuatro años de edad y compartíamos gustos y aspiraciones similares.


Trabajo me costó sentirme otra vez propio como era. Con tal de ganar la confianza de mis nuevos conocidos mandé a comprar una botella de ron y entre tragos y canciones inauguramos la noche, luego vendría otra botella hija de una ponina colectiva y más tarde otra más salida de mis fondos, las que bebimos hasta caer rendidos por el alcohol. El fruto más amargo de aquella noche fue que tuve que deshacerme de mi entrañable compañera, la guitarra.


Cuando en la mañana me vi con sólo diez pesos en el bolsillo me horroricé. Maquinalmente conté los cigarrillos que me quedaban, seis, estaba en la ruina. Mi vista se detuvo en la sensual cintura de la guitarra, le pedí perdón a las cuerdas y clavijas por lo que pensaba hacer y salí con ella a venderla al mejor postor. No tuve que averiguar mucho, uno de los estudiantes de Bangladesh, nombrado Layanta Palipana, me la compró en ciento veinte pesos sin chistar. Cuando descendía las escaleras de su cuarto acerté a escuchar el tintineo triste de una canción asiática que brotaba de sus cuerdas y el corazón se me encogió de pena. Para aliviarla me disparé un par de buches que habían quedado en la última botella y salí en busca de Ricardo.


Ahora necesitaba hacer cálculos estrictos de mis finanzas pues ninguna de mis otras pertenencias valía una peseta. Previsoramente decidí reservar el pasaje en ómnibus hacia la Habana para finales de julio y quitarme esa preocupación de encima. Los albergues, por otra parte, dentro de unos días cerraban por las vacaciones, así que pedí a Ricardo su apoyo inmediato en la solución de mi hospedaje en esos quince días que se avecinaban. Rápido de mente y sagaz como era me ofreció una oportunidad, según él única, de esa forma yo le tiraba un cabo y él me tiraba otro. Como no tenía otra alternativa tuve que aceptar su plan, que consistía ni más ni menos que en suplantarlo físicamente en la Brigada Estudiantil Universitaria que durante dos semanas y de forma voluntaria iría a trabajar en la agricultura en un municipio de la provincia. Enriqueció mi mochila con un mosquitero, una frazada, jarro de aluminio, pasta de dientes, dos latas de leche condensada y una bolsa de galletas de sal, habló con el jefe de la brigada, socito suyo, para que guardara el secreto y de esa manera, con sombrero de yarey y todo me vi viajando dos días después en un ómnibus atestado hasta Vertientes, rodeado de gente extraña y bulliciosa.